Once de la mañana, distrito 12 de París. La viejita, 90 años
mínimo, llegó hasta el jardín de infantes donde estaba inscripta para votar arrastrándose
con su andador. Su acompañante, una joven que le hablaba a la anciana como si
fuese un bebé, no se despegaba de su BlackBerry. “Su documento, por favor”, pidieron
en la mesa de entrada. La acompañante revolvió la cartera de la anciana y dijo
en voz alta que sólo había encontrado un control remoto. Los votantes que hacían
cola para sufragar se rieron. Sí, pero muchas veces la democracia parece reducirse a eso,
elegir entre programas malos.
Para muchos, la principal virtud de Hollande es que no es
Sarkozy. Queda por saber si es suficiente para ganar la elección. Su victoria,
dicen sus adversarios, llevaría a Francia por el camino de España y Grecia. A
menos que apostando a poner billetes en los bolsillos del francés, genere
crecimiento, rompa el círculo vicioso de la austeridad recesiva. Y marque el
regreso de la izquierda al poder a nivel continental.
Hollande apaciguará probablemente las tensiones sociales,
pero no dice qué propone la izquierda contra el integrismo religioso, dejándole
un espacio para lo que será la nueva versión del Frente Nacional frente a una
UMP en migajas (¿sin Sarkozy?) capaz de cualquier alianza nauseabunda. Ahí está
el partido neonazi griego con un pie en el parlamento. Hollande promete paridad, ojalá
aparte de llevar pollera sus ministras sean feministas.
En fin, lo único cierto por ahora es que a las 12.00 la participación
era de 30,66%, en alza con respecto a la primera vuelta (28,29%), pero inferior
a la de 2007 cuando ya había votado el 34,11%.
Sarkozy, que mandó a preparar los festejos en la plaza de la
Concorde, y Hollande, que pidió levantar unas carpas para hacer lo propio en la
plaza de la Bastille, ya votaron.
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